De momento no hay una cura posible para el virus del incivismo y su imagen cruel. Ni siquiera con más y mejor Cultura. Donde no hay educación personal no hay personas razonables. Está empíricamente testado que sin razonamiento no hay sociedad que valga, ni sociedad que pueda sobrevivir al éxito de su megalómana ambición extrema.
Ha bastado que se nos permita recuperar parte de la libertad confinada para que, voraces y feroces, los confinados nos lancemos como torpedos sin retorno a la vida salvaje de las cavernas. Nuevamente. A desarrollar comportamientos hostiles e incívicos que nos retratan como animales de costumbres obsesivas, insalubres, malsanas y depredadoras.
Aunque somos seres de una especie de naturaleza extraordinariamente evolutiva, primates en permanente proceso de desarrollismo investigador desde que fuimos sólo esencia, nuestros comportamientos mundanos terminan delatándonos una y otra vez como trogloditas mentales. Es el encefalograma que radiografía, sobre todo y en especial, a nuestros contemporáneos más jóvenes, crecidos y amoldados en los estrechos límites existenciales de la perenne revolución tecnológica. Los mismos que en su exuberante acontecer y en su academicismo cortoplacista nos examinan a título individual y corporativamente, no sólo en revestimiento y pose sino también en ideas y vivencias conceptuales, como dinosaurios del pasado.
En esas estamos. Sin conciencia ni esencia, las nuevas huestes de los unos y las otras presumimos engreídamente revalorizadas. Estamos enfocados desde las familias y otros senos mucho más socializantes a convertirnos en guapos y famosos superhéroes individuales. Acariñados desde la cuna como campeones y artistas inmortales, somos desde temprano erráticamente alentados y alentadores de la autosuficiencia más encarnizada y peligrosa para este mundo de todos.
Sin alma social, embrutecidos
Amamantados sin la perspectiva del vértigo y crecidos sin un alma social y colectiva necesaria; ombligados y embrutecidos; sin el debido amor propio y el celo a la observancia y custodia de las imprescindibles leyes del comedimiento y respeto propio y ajeno, nuestro desarrollismo homínido dentro y fuera de nuestros propios muros es de auténticos villanos, como viene demostrando desde siempre el zoológico histórico. Desde púberes nos acorazamos en comportamientos viles de espada y trueno. Y es en la manada donde mejor reluce la dentadura perfecta que envalentona nuestra actitud irracional de jauría.
La esperpéntica formación personal y humana que estamos recibiendo y ofreciendo ha dejado de ser ética para ser etérea. Privados del ánima y educados sin el alma espiritual de los verdaderos mortales, nos estamos desempeñando cortoplacistas en este tránsito mundano, como si fuésemos dioses eternamente jóvenes, los propietarios de un Olimpo particular y parcelarios, con un credo revelador y redentor inexorable.
Desde que la ignorancia innata del tener, estrenar y aparentar se apoderó de nuestros hábitos; desde que extraviamos la estrella del norte y elevamos a religión máxima el coeficiente acumulador de éxitos, el peligro es una máxima realidad constante para el desarrollo de la convivencia pacífica y la conjugación de la felicidad colectiva en los entornos sociales más próximos e inmediatos.
Sin educación ni respeto
Sin el alma espiritual ancestral de quienes se saben y actúan como verdaderos mortales; sin la identidad humana colectiva que nos hizo ser primero comunidad y congregación y no un ejército de salvajes; sin la edificante autoconciencia de nuestra fragilidad personal y social y sin el respeto a los principios vitales más elementales, los hombres y las mujeres del mañana y de este presente algorítmico seguiremos siendo simple carne de sufrimiento y sexo, una complicada red arterial y neuronal de instinto, sentimiento, emoción, pensamiento y decisión, pero seres vacios, errantes y erráticos.
Sin los principios elementales de la buena educación cívica que debiera capitalizar nuestro amor propio y nuestro ejercicio diario de vida, el mundo, nuestro mundo evidente y consciente, dejará de ser definitivamente el paraíso, o en voz de Platón: la dimensión más importante del ser humano.
En el colmo del tropiezo absurdo, en este desconfinamiento por etapas aprecio con temor y tristeza una exagerada re-experimentación de la vieja anormalidad, una reedición victoriosa de la vieja amoralidad que antes ya gangrenaba de incivismo las calles y los parques. Volvemos a respirar alegres en un invivible e insufrible negociado de ideas decadentes. Los vecinos y la buena vecindad siguen sin importarnos mucho. No nos importan nada o nos importan muy, muy poco. A algunos incluso les gusta joder a los otros. Les contenta comportarse como indecentes canallas en lo público.
Si aún teniendo un conocimiento cierto sobre la existencia real de los infiernos, me pregunto: ¿no vamos a recuperar la coherencia, la decencia?, ¿de verdad vamos a seguir sucumbiendo al despropósito del incivismo y de la mala educación ciudadana?. Ahora más que nunca se hace imprescindible recuperar la dignidad global como un faro de referencia. Y las autoridades representativas de la colectividad deben velar por el cumplimiento de las normas sociales de comportamiento local.
Porque es necesario que le demos una oportunidad a la esperanza para no volver a ser muertos en vida. Si nos capacitamos y dejamos de prestarle atención a la inmisericorde prisa inmediata de lo urgente, a los temores que nos delatan prisioneros de lo superfluo y lo intrascendente, es muy posible que lleguemos a ser seres gozosos, a deleitarnos aún con la simple visión de los tallos verdes que brotan en busca del sol en el pequeño ecosistema que existe entre el asfalto y las aceras, entre las aceras y los muros, entre los muros y el cielo.
P.D.- Busco al creador de las extraordinarias pinturas urbanas que firma como Ceser. Si alguien sabe de él, le ruego información (fidelprensamaspalomas@gmail.com)