El trabajo, en un sentido amplio, “es la actividad humana conducente a generar bienes y servicios para la satisfacción de necesidades”. Por tanto, en las actuales sociedades “desarrolladas” entrarían en esa consideración, tanto los trabajos productivos -los empleos por cuenta ajena o propia y los cooperativos-, acordados contractualmente y remunerados monetariamente, como los trabajos reproductivos, informales y no remunerados – como los “domésticos” y muchos de los dedicados al cuidado de congéneres- y, también, los trabajos voluntarios, que son llevados a cabo con fines solidarios y de reciprocidad.
Es el empleo, no obstante, el subtipo de trabajo que se realiza a cambio de una remuneración en forma de salarios, ganancias o reparto de utilidades, el que ha cobrado la mayor atención, relevancia y dedicación en las culturas económicas capitalistas. Las mejoras y garantías institucionalizadas para el desempeño de las actividades laborales; los conflictos provocados y los avances conseguidos para que las tareas se realicen de modo digno y justo; y los enormes aumentos que la ciencia aplicada ha aportado, en productividad laboral y en facilitación de los empleos más ingratos, no han dejado de ocurrir. A pesar de todo ello, lo cierto es que, hoy por hoy, para la gran mayoría de las poblaciones a lo largo del mundo, se sigue trabajando demasiado, en condiciones azarosas, de forma alienada y con retribuciones escasas.
Sin embargo, ésta no es la única manera de ganarse la vida, ni, tampoco, siempre ha sido así. El modo más longevo de supervivencia de la humanidad, el denominado de Caza y Recolección, que aún perdura en algunas de las zonas naturales de la Tierra es el menos exigente en esfuerzos: estando adaptado a nutrirse de los recursos que, naturalmente, aporta la naturaleza circundante, el tiempo y los afanes que, de ordinario, le dedican las comunidades que perviven con esas estrategias de subsistencia, se ha comprobado que son mínimos, comparados con la dedicación que se hace en nuestras modernas sociedades laboralistas.
La ganadería y la agricultura, que permitieron la domesticación y el cultivo, la multiplicación de los excedentes y la sedentarización, aún aumentando en mucho la densidad de las poblaciones, también trabajaban –y trabajan en las sociedades menos intensificadas, muy pocas horas al día. En la antigüedad, con la supremacía de las masculinistas culturas esclavistas, las mujeres y los esclavos cargaban con el peso de los trabajos y, aunque la disponibilidad de las personas domésticas era completa, la dedicación –exceptuando en las actividades muy penosas e inhumanas- resultaba bastante laxa. En la Edad Media el trabajo tampoco era una actividad central en las sociedades. En los ambientes rurales y en los urbanos abundaban los días festivos: un gremio de artesanos, como los de la ciudad de París, tenía unos 194 días hábiles al año.
Es en la Modernidad cuando en algunos reinos europeos se introduce un enorme cambio en la valoración social del trabajo, pues se empieza a considerar una actividad virtuosa. En los inicios de la primera industrialización se impuso el muy intensivo, jerarquizado y autoritario modelo fabril y la parcelación de las tareas al servicio del maquinismo. Esta esforzada ética del trabajo, a beneficio de las élites extractivas, fue incentivada, con el consumismo, durante todo el siglo XX, tanto en las áreas geopolíticas de influencia del capitalismo como en las del socialismo. Está claro: si no tuviéramos que alimentar a tantos vampiros y nos condujéramos más solidariamente en el reparto de los esfuerzos y de los frutos, podríamos tumbarnos al sol mucho más a menudo. A ver pasar los días, que la vida es corta.